Mi pequeño perro está mal, en el final de su vida. Dicen que cada año suyo equivale a siete de un humano, pero parece que él tenga más de mil. Desde que le invadió la tristeza empezó a encanecer, ya no caracoleaba como antes, dejó de ver a alguien queridísimo que se fue allá donde ya no hay dolor, ni enfermedad ni muerte. Notó, como noto yo, su ausencia. Desde entonces no fue el mismo, sólo hace unos meses que sucedió, tras dos años de esperanza y sufrimiento. Mis hijos lo llevan al veterinario, están de camino. No he ido, puede que lo lamente siempre... Las lumbares no entienden de sentimientos, duelen y encorsetan en un latigazo, no puedes moverte sin un grito, aunque he aprendido a callar y andar con el cuerpo más encogido, si cabe, que el alma. Llevo tiempo cogiéndole en brazos para bajarlo, cuando se cansa... su corazón enfermo está cansado de latir, pero él llena su vida y la mía, por eso no quiere irse y su mirada está fija en mí permanentemente; cuando no duerme, no puedo hurtarle la mía, parece que lo sabe, sabe que se va a ir y me mira como un adiós, que yo creo un hasta pronto.
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