Hola, Juan,
mi querido hijo:
Hoy es el día de tu cumpleaños. Cumplirías treinta y seis, dos más
que tu hermano Julen. Seguramente sabes que el año pasado se casó... ¡quién lo
iba a decir! Sé que estuviste junto a nosotros; ese día, llevé la pulsera que me
regalaste la última Nochebuena que pasamos juntos... como hubieras querido que
me la pusiera, por vez primera; antes, estando tú enfermo sin esperanza de
curación, no pude hacerlo. La llevé en tu honor con tu recuerdo presente de
forma constante, como estás en mi mente y corazón cada día.
Hoy quiero felicitarte, porque sé que lo que llamamos vida no
es más que un tránsito a la verdadera, un sueño que en muchas ocasiones
se torna pesadilla para volver a esa realidad en la que soñamos despiertos,
esperando que lo que más tememos suceda... Y sucedió.
No te preocupes, si eres feliz, estás con papá y mis dos
hermanos, los que partieron antes y que tanto quise, celebra con ellos tu
cumpleaños.
Verás: voy a poner a continuación uno de los cuentos de los
muchos que escribiste para los hijos de tus amigos, ¿Por qué no? Tu mente
madura nunca impidió que tu alma guardara al niño que fuiste...
Hasta
siempre, hijo mío, mi amor está contigo y el tuyo me serena a veces; otras, te
recuerdo, siempre con el orgullo de tener unos hijos como tú y Julen, y doy gracias a Dios por haberte tenido esos años (¡qué
cortos!) y tener, ojalá por mucho tiempo, a tu querido hermano. Ahora, tu relato:
La extraña pesca de Jeremías
Juan Urrutia
Salanova
Manuel y su hijo Diego salieron a la mar en su viejo barco de
madera, como tantas otras veces, pero no sabían que ése no sería un día normal:
un extraño personaje estaba a punto de cruzarse en su camino.
Vieron algo a lo lejos, una barquichuela, y en ella un pescador
que parecía tener problemas. Se acercaron a toda velocidad para socorrerle y,
cuando ya estaban cerca, se dieron cuenta de que sus luengas barbas estaban
enganchadas bajo el casco de la embarcación y el pobre marino tiraba con fuerza
de ellas.
—Buenos días, ¿necesita ayuda? –Dijo Manuel-
—¡Rayas y centollos, digo, rayos y centellas! No necesito que
nadie me ayude, ¿no veis que estoy pescando… ?
—¿Pescando? —Preguntaron padre e hijo estupefactos.
—Esperad un momento y podréis verlo…—Dijo el viejo marino con
media sonrisa pícara.
Aquel hombre comenzó a tirar y tirar de sus larguísimas barbas.
Por más que lo hacía parecía que nunca terminaba de recogerlas, entonces, un
pez apareció entre ellas, y tras él muchos más, todos atrapados entre los
recios pelos del barbudo. Tras echar los peces en un gran cesto, ante los ojos
incrédulos de Manuel y Diego, sacudió su imponente barba y, haciéndola girar en
el aire, volvió a arrojarla a la mar.
—Es increíble, córcholis, caramba… —Dijo el niño asombrado.
Manuel se rascaba el cogote, mientras masticaba un pedazo de
carne en salazón, totalmente asombrado. Cuando estaban a punto de marcharse,
algo tiró con fuerza de las barbas de este curioso personaje, pero con mucha,
mucha fuerza.
—Tengo uno muy gordo, es enorme y tira como un toro, no, como
dos toros… ¡Rayos, tira como...! Y no pudo decir más, porque el gran pez le
arrastró hasta el agua.
—¡Socorro, auxilio no quiero morir sin desayunar! —Gritó
desesperado el marino.
Entonces, un tiburón de más de cinco metros salió a la
superficie y comenzó a avanzar hacia el pobre barbudo, mientras se comía sus
barbas. Al ver esto, Manuel le dijo a Diego que sujetase el timón y saltó al
agua con un machete entre los dientes. Nadó hasta el infortunado pescador y
decidió cortarle la barba para poder huir con él.
—¡No, mi barba no, antes prefiero que me coma el tiburón! —Gritaba
el pescador.
Entonces Manuel tuvo una gran idea: cogió un largo mechón de la
barba y lo ató a la cola del escualo, cortó el mechón y lo amarró con mucha
fuerza a la cadena del ancla de su barco. Diego comenzó a subir el ancla, y con
ella al tiburón, que de un fuerte coletazo se soltó y salió huyendo, para
evitar terminar siendo la cena de nuestros protagonistas. En sus dientes quedó
enganchada parte de la barba, con lo que se convirtió en el primer tiburón
barbudo de la historia.
—Mi nombre es Jeremías y, como me habéis salvado sin afeitarme a
machete, os compensaré con un buen regalo—Dijo el barbudo mientras ofrecía una
caja a Diego—. Se trata de un ungüento especial, secreto de familia, que unto
en mi barba para atraer a los peces; sólo os diré que, entre otras cosas, lleva
queso de cabra.+
Tras dar las gracias a su curioso nuevo amigo, partieron hacia
su casa, pescando por el camino enormes peces tras introducir sus carnadas en
el apestoso mejunje, que olía como unos calcetines que alguien hubiera usado
durante semanas.
Manuel, Diego y Jeremías fueron buenos amigos para siempre,
aunque descubrieron que el cebo misterioso no sólo llevaba queso, sino que
además era fermentado durante meses dentro de los calcetines de Jeremías, y
para colmo mientras éste los usaba.
JUAN,
mi niño grande. Sus aficiones fueron la pesca, la mar, la montaña, el
senderismo; en otro orden de cosas, leer, escribir —artículos de opinión,
relatos, cuentos, ensayos...
Todo
está publicado, —salvo los cuentos para los hijos de sus amigos, que no pudo
editar antes de partir a donde la enfermedad, el dolor y la muerte, no existen.
TE QUIERO. (Mamá)