La semana pasada estuve unos días en madrid, en la casa donde está mi madre, aún encamada desde hace nueve años. Volví a verla, le hablé y le di un mensaje de su única hermana viva. Tengo que llamarla para decírselo, y no sé qué me impide hacerlo. No es desidia, lo sé... es que comentar las cosas que se viven, que son un cúmulo de pensamientos y emociones, cuesta. Tengo que obligarme a hacerlo.
Mi madre sigue igual, cada vez más mermada, apenas abre un ojo; y creo que ve y oye por el oído izquierdo. Si es así, si piensa, sé que está sufriendo. Muchas veces he pensado que tal vez ella esté aún viva —si así puede llamarse— para que sus hijos, nosotros, nos unamos. Y la única forma es vernos juntos y hablar de pensamientos y sentimientos, de nuestro devenir por la vida y tener la voluntad y el valor de expresar el afecto y la compasión.
Resulta difícil, pues desde niños se nos ¿educó? para no exteriorizar emociones, afectos, pensamientos... No sabíamos entonces compartir. Tarde ha sucedido, pero siempre es tiempo de reconciliaciones, de no temer rozar la piel de un/a hermano/a sin que aflorara una especie de vergüenza, timidez o ambas cosas. Hubo cierto miedo durante casi toda nuestra existencia y todos tragábamos, escondíamos cualquier gesto, palabra o expresión. El temor a la burla y al enfado, el miedo al ridículo, nos lo impedía.
Hoy tengo que decir que en esos pocos días todo fue distinto. Para mi sorpresa, al ver a mis hermanos nos abrazamos, nos interesamos unos y otros por los demás; a veces de uno en uno, otras, todos en la misma estancia hablando, riendo y llorando. Confieso que no pude contener el llanto al despedirme. Fueron demasiadas emociones, me sentí arropada y querida... Y no estaba acostumbrada tras tanto tiempo.
Por todo, me alegro de haber ido a ese encuentro que tanto añoré y eché en falta durante demasiados años. Por fin capté la humanidad de ellos y pude descubrir la mía. Siempre quise que fuera así... de manera que, como suele decirse, más vale tarde que nunca.
AMÉN.
AMÉN.