Domingo.
He
salido con mi perrita por la zona de mi barrio. He visto un precioso perro —parecía
un Golden retriever— en realidad, una perrita llamada Maya. La familia esperaba
al abuelo, que llegaba con Maya suelta, alegre y con expresión de felicidad. La
perrita fue recibida con alborozo por los niños, la madre y el abuelo, fue
besando a sus nietos mientras Maya trotaba y sonreía feliz.
Pensé:
Qué felices están todos, comparten la alegría, el paseo y las patatas fritas…
Miré
a Maya y ella contestó con una mirada alegre y sonreía más, si cabe. Entonces
sentí mi soledad ensanchándose más y más. Thais y yo nos fuimos alejando para
llegar a una avenida donde hay zonas de hierba, donde ella se revuelca boca
arriba para levantarse y sacudirse. Siguió el recorrido habitual volviendo a
tirarse en la yerba, disfrutando de su frescura.
Tras
descansar en un banco del parquecito, volvimos a recorrer el camino inverso
hacia casa. Maya y su familia ya no estaban. Por un momento regresó a mi mente
el hermoso cuadro amoroso de Maya y su familia, los niños abrazando al abuelo,
recibiendo a Maya y la mirada complaciente y feliz de la madre, la nostalgia —creí
ver un velo de tristeza en su mirada— del abuelo, que casi con seguridad volvería
a estar sólo consigo mismo en su casa; saliendo a tomar el sol en un banco
donde coincidía con otros abuelos, unos, callados; otros, discutiendo
amablemente sobre esto y aquello:
—En
mis tiempos… —y así seguía, volviendo a un pasado que fue presente.
Pueden
creer que, sin dudarlo ni un momento, sin avergonzarme ni sentirme menos
persona, recordé a Maya y sentí cierta desazón por no ser ella.
Decidí
cantarle a Thais para espantar la tristeza.