23 de junio de 2011

Me llamo Franz ©

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Tal día como hoy falleció mi padre a los setenta y tres años, hace ya treinta y dos. Cada vez que se cumple algún aniversario de un hecho triste, a pesar del tiempo pasado, me afecta y la memoria revive todos y cada uno de aquellos momentos.

Que Dios lo tenga en su café (que suele decir uno de mis hijos cuando alguien se ha ido de este mundo inhóspito).

Me he puesto Franz. Como si quisiera definirme, en un laberinto sin puertas de entrada ni salida, un laberinto interior, donde deambulé — deambulo — asomada siempre a pensamientos que me interrogan y salen de los caminos de mi frente.
¿He dedicado a mí mi propia vida sin reconocerlo, sin temor a “los otros”, ésos que dijo Sartre que son el infierno? Pero no: el infierno es uno mismo, está en los recovecos del cerebro, esperando sin esperanza, a sabiendas de que la existencia no merece la pena sin reflejarse en los otros.
Sin ellos, esos infiernos distintos y casi iguales, por cotidianos y repetitivos, sería difícil reconocer que ‘somos’. ¿Y qué importancia tiene ser si no se es en ellos? Ellos... abstractos “ellos”, abstractos motivos inventados para dar sentido, falso o cierto, a uno y otro día, uno y otro momento, en eras... en siglos que parecen minutos y a veces lo contrario.
Es pues el laberinto de tentáculos hilados lo que condiciona la existencia dándole valor o cobrando en los otros motivos — móviles — para engañar al yo y al otro, afirmando vergonzosamente que merecen la pena el amor y el dolor, el altruismo y la renuncia, cuando en verdad ansiamos el placer y el egoísmo que nos haga inmunes a todo sentimiento doloroso.
El dolor es algo contra natura; la nada, la falta de sentido. Y entonces llega la idea, desplazando al pensamiento reflexivo, ése que duele reconocer, mirando siempre hacia el interior de las hilachas de una vida desgastada por las carreras hacia cualquier parte donde no se encuentre el hastío.
Ah, cómo nos pasamos la vida fingiendo. Es cierto que lo daríamos todo, ¡todo!, hasta la vida, el alma y la propia muerte por algo o alguien... Pero no se espera que sea sin retribución. Una retribución que puede ser tan válida como una mirada, una palabra de afecto, de reconocimiento, de que existes al menos para alguien que te importa; pues si no importa, es todo una abstracción para apoyar la hipótesis de vivir porque ‘merece la pena’.

Me he puesto Franz de nombre por identificarme con los judíos masacrados, con los enfermos, con los dolientes de espíritu, los frustrados, asesinados... y también con la complicación de la propia existencia, tirada a borbotones sin más motivo que demostrarme que es verdad que existo porque me piensan.
Una y otra vez, como Isis, recogí los pedazos desperdiciados en corazones aislados por el cerco de lo práctico. Una y otra vez volví a derramarlos sin mirar adónde caerían, por si acaso volviera a tener arrestos para recomponerlos. Que los cojan o los pisen, si son tuyos, no importa; es una manera de sentirse viva. Que los curen si sangran o los entierren en aquel lejano lugar donde el olvido no sabe que mora, se ha olvidado.
¿Qué esperaré, qué espero? Si tengo que esperar no estoy viviendo, actuando y ejerciendo la vida.

Por eso me comprometí y me arriesgaré, por ser en otros. Imposible ser en ‘un sólo otro’, es tan difícil... Cuánto yerran quienes creen que la existencia es anodina si no está plena de fama, gloria o fortuna. Mienten, se mienten a sí mismos. El ser ‘yo’ en ‘el otro’, un solo otro, es la excepción no reconocida. Nadie suele confesar sus debilidades, sus fracasos, a menos que sea a ese ‘otro’ especialísimo que pueda entender, sin devaluarte, que eres en él.
¿Y si eso, como casi siempre, no ocurre? Entonces recurriré al móvil, al laberinto que me mantenga en vilo, activa y embustera, mintiendo alegría, satisfacción y motivos para ser.
Sólo algo llega a asustar a quien pretendió ‘ser’, y sentir que ‘era’: la falta de amor, de dolor, el final de la capacidad de asombro... la inocencia perdida, desparramada a sabiendas de que jamás volverá. Es la ausencia de inocencia, la pérdida de la candidez, la que me asusta.
Porque puede parecer una incongruencia, pero sólo quienes guardan la parte infantil de su memoria son capaces de subsistir en un conglomerado de seres amargos que fingen tranquilidad, felicidad incluso, tal vez por sentir que si ‘los otros’ lo creen tal vez acaben creyéndolo ellos.
Me quedaré dentro de mi propio laberinto, creado por mí deliberadamente, para discurrir entre recovecos pensantes o atrofiar los caminos ya trazados, a fin de no reconocerlos cuando sean recorridos de nuevo.

Es una lástima que no envejezca el alma. Una verdadera contradicción entre ser y parecer... sobre todo, sentir. Sentir está vetado por el ‘yo’ y ‘los otros’ cuando se llega a un punto de la existencia en el que se tiene que fingir que todo ha hecho callo, que ya se es incapaz de llorar o reír por un impulso irracionalmente pueril.
La edad de la inocencia es, debe ser siempre, para poder sentirnos niños, sólo ellos o quienes no dejan de serlo, son capaces de ilusionarse por un día, por un momento y eso basta. Como bastan los sueños vívidos, en vigilia, absorbiendo la realidad cruda e invariable, las circunstancias que obligan a parecer y por tanto, a dejar de ser.
Fingir, fingir que no importa aunque te desgarres en el interior. Nunca provocar piedad, nunca parecer vulnerable. Entonces, ‘ellos, los otros’ podrán envidiar o admirar lo que eres — aparentas ser — y tendrán en cuenta que existes.

Me llamo Franz y tengo un móvil para ser: luchar por la Justicia y la Libertad.
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