Escribía, siempre escribía para matar el tiempo, el tedio y porque le apasionaba hacerlo. Hubo una temporada en la que su imaginación se quedó vacía, como si alguien le hubiera rebañado el cráneo por dentro con una legra y arañado todo resto de fantasía. Entonces empezó a preocuparse. No le faltaban temas, pero no se le ocurría cómo abordarlos. Sólo se preocupaba, le preocupaba que se le hubiera agotado la capacidad que era el mayor disfrute de su existencia, además de un modus vivendi.
Se quedó sin sueño y cuando dormía, entre despertares y duerme-velas, ni siquiera recordaba haber soñado algo que le diera alguna idea que plasmar en el papel o en la pantalla del ordenador. Cualquier cosa podía convertirse en un relato, un artículo, lo que fuera. Sus dedos estaban abotargándose como su cerebro; tecleaba por inercia, a ver si utilizando los órganos a la inversa le asaltaba una idea que pudiera servir de pretexto para escribir, aunque fuera pergeñar, un texto.
Empezó a mirarse las uñas de los pies descalzos. Podían tener una conversación… No. Demasiado banal, se dijo, él escribía cosas con enjundia. Estaba ya mesándose los cabellos, y no lo hacía con la barba porque se la había afeitado por la mañana. Miró sus manos.
¡Las manos! Podían hablar, eran casi tan expresivas como los ojos, es más, tal vez incluso superaban en expresividad las miradas de tanta gente, como vacas mirando al tren, sin expresión o con la misma que veía a diario en el metro, miradas hacia el suelo, distraídas, vacías... pero las manos hablaban. Unas se agarrotaban al soporte metálico, delatando tensión, impaciencia o tal vez cierta desesperación. Otras, lánguidas, como si carecieran de vida, colgaban entre las rodillas; aquéllas se agitaban, se movían nerviosas, y alguna hurgaba un bolsillo o introducía un dedo en la nariz... Y la que continuamente se atusaba el pelo, las que sujetaban libros para tapar sus cuerpos o el mismísimo corazón.
Decidió que haría hablar a sus manos. El tacto de miles de objetos, la piel propia y la de otras personas, daban a las manos la experiencia inconsciente en la que apenas se había fijado.
Recordó que la inseguridad, de niño, hacía que los vasos se deslizaran entre ellas y se hicieran añicos contra las baldosas, reflejando la luz. Otras veces, en forma de puños agarrotados, protestaban y gritaban contra lo que le parecía injusto. Las manos relajadas y tiernas que acariciaron a su perro Duke, el precioso labrador que adoptó de pequeño a espaldas de los adultos y que fue su mejor compañía. Cuando algo le dolía, como aquella vez que pisó descalzo una lata de conservas abierta y oxidada, sus manos le secaron las lágrimas...
¡Las manos tienen historia! Creyó haber descubierto un filón para poder escribir. Si las manos estaban llenas de sensaciones y experiencias, también las otras partes del cuerpo lo estaban, y él sin darse cuenta.
Volvió a observarlas con más atención. El callo que deformaba el dedo corazón había desaparecido desde que dejó de usar la pluma y pasó al teclado. Ahora tocaban armoniosamente un pequeño piano monocorde que colocaba milagrosamente palabras en la pantalla iluminada. Le obedecían como esclavas, se curvaban, cambiaban de posición constantemente.
Recordó cuando, aún adolescente, se atrevió a acariciar la barbilla de una compañera de colegio. Empezó a recordar el suave tacto y a revivir aquella agradable sensación, piel contra piel en un leve roce. Pasó a sentir las caricias en el pelo y el cuerpo de la mujer que lo amó... Una sensación de tristeza y nostalgia invadió su pensamiento hasta humedecerle los ojos. Se contuvo. Los entornó, volvió a mirar sus manos.
Estaban agarrotadas, rodeando el cuello amoratado de su esposa, que yacía inerte en el sofá donde tantas veces sus manos la habían acariciado.
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