SALIMOS del parque, nos dirigíamos hacia el paso de peatones cuando el perro se paró en seco. Justo en la esquina, estaba tirado, como si durmiera, pero la cabeza laxa y los miembros inmóviles y relajados dejaban claro que había sido atropellado. Posiblemente algún coche a gran velocidad para aprovechar el semáforo en ámbar.
— ¿Lo vamos a dejar ahí? ¿No vamos a avisar? — Preguntó mi hijo.
— Ya lo hará alguien, — contesté — aunque deberíamos hacerlo.
Mi perro no quería avanzar en dirección al semáforo, por lo que tuvimos que dar un rodeo.
En la esquina contigua, un grupo hablaba animadamente frente a la puerta de la cafetería. La gente pasaba sin percatarse de la presencia del cadáver. Porque, sin duda, estaba muerto. Nosotros también lo eludimos.
“No somos distintos a los demás”, pensé. Mi hijo me dijo: ¡No mires! “Me da pena”, contesté. El perro gemía, a la vez que se retiraba tirando de la correa hacia otro lado.
Durante todo el recorrido no intercambiamos palabra alguna. Sólo al llegar a casa lo comentamos.
— Es que van como locos, como si fuera una autopista.
— Seguro que el tipo ni se molestó en frenar... Ni siquiera paró.
En la esquina de la acera seguían, secándose al sol primaveral, los restos del desventurado gato.
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