Resulta muy difícil a veces verle sentido a la vida. Sobre todo cuando has tenido una familia, amigos y gente cercana con la que te relacionabas, en ese orden.
Zarpazo a zarpazo, mi familia empezó a mermar, estuvo siempre, sobre todo en la adversidad, más unida que nunca si cabe; me refiero a el núcleo familiar que formábamos padres e hijos.
Pero cuando mi hijo el mayor enfermó, y se le diagnosticó un tumor maligno, de los más agresivos, algo se rompió en nuestra armonía compartida. Cada uno trataba de quitarle hierro ante los demás, él mismo intentaba simular que lo sobrellevaba con valentía y dando a entender que sólo le afectaba el dolor físico... Los parches de morfina, hasta la primera intervención, fueron un paliativo, pero lo dejaban adormilado, sin apetito y cuando lo tenía, llegaban las náuseas.
Hubiera dado todo por estar en su lugar, pero.. eso no era posible. Tras la operación, fue cuando quiso dar la cara el cáncer de mediastino que padecía mi esposo. Pienso que si estaba larvado, se puso a galopar, y el dolor moral se somatizó.
Mi hijo pequeño, adelgazaba por días. La recuperación del mayor parecía dejar un respiro, pero mi esposo cayó en picado. Le dieron semanas, tal vez meses de vida.
Fueron dos años en los que al principio, aunque en casa, estábamos unidos física y espiritualmente. Y él, sobre todo, sobrellevaba el tratamiento —siempre invasivo— con paciencia, tratando de hacer lo que podía a duras penas para evitarnos a nosotros esfuerzo, sueño y preocupación.
Los ingresos en clínica fueron muchos: ambulancias, oxígeno y ver día a día su deterioro, era un martirio más para todos. Y se nos fue, tras agotar todos los medios, dormido, sedado; y al fin terminó su suplicio, continuando el nuestro.
Entonces sentí la soledad, su falta, nunca fui tan consciente de lo mucho que le quería hasta ver que se me iba mi compañero de vida, con quien elegí compartir mi libertad.
A la par, mi hijo tuvo una recidiva; nueva intervención intentando salvar, además y sobre todo su vida, el brazo derecho, comprometido por uno de los sarcomas más agresivos y raros. Casi tengo que 'alegrarme' de que su padre muriera antes de saberlo.
Tras la segunda intervención, no pasaron quince días cuando nos dijeron que había que amputarle el brazo: era eso o la vida.
Lo primero que se me ocurrió, fue que le trasplantaran el mío... inútil, imposible... Una prótesis que ahora no se pone, mal hecha, pesada y poco funcional.
Su esposa, que demostró su amor, capacidad de sacrificio y sufrimiento, sigue con él. Si hubiera sido de otro modo, sé que se habría hundido sin remedio. Y nos quedamos el pequeño y yo compartiendo la carencia del padre y esposo, con el pequeño perro deprimido, ¡se daba cuenta de todo!
Y se quedó triste, envejeció con rapidez... y tras todos los intentos, también nos dejó. Fue terrible tomar la decisión de aplicarle la eutanasia. Porque él luchaba por seguir con nosotros... pero su pequeño gran corazón ya estaba herido de muerte y sufría...
Yo no podía consentir un sufrimiento inútil sólo porque le quería a mi lado un poco más, días a lo sumo, como los últimos casi quince años que nos acompañó.
Al poco tiempo, mi hijo pequeño quiso independizarse. Hace semanas que comparte un piso y a mí me pesa la casa sin ellos. Aunque viene casi a diario, el tiempo que falta y cuando se marcha parecen latigazos que laceran. Y el pensamiento, que va a su aire, trae la tentación de dejar esta vida ahora tan vacía...
Antes que a mi perrito, perdí a mi hermana pequeña. Yo sabía que estaba sola, deprimida, pasaba por un duelo y una inmensa soledad... muerto en pocas semanas su esposo, empeoró.
Eran las cuatro de la mañana cuando me dieron la noticia: desde un cuarto piso (tal vez cayó, puede que se precipitara... creo que fue suicidio, aunque mis hermanos afirmen que fue caída, tal vez para espantar el fantasma de la mala conciencia).
No han pasado más que unos meses de todo, como una cadena de acontecimientos desgraciados que, bien el azar o las secuelas de un vivir más que azaroso con apariencia de estabilidad, se cobrara la factura.
La más terrible soledad, la que pesa y apaga cualquier conato de iniciativa, vence día a día la resistencia a desertar de una sociedad deshumanizada, donde los prejuicios sociales priman sobre la sinceridad y los afectos.
No he ido a ver a mi madre; seré cobarde, pero no quiero pasar de nuevo el trago de verla tan caída, desvalida y dependiente en todo. Una mujer inteligente, con carácter, decidida y valiente... ahora como una niña que olvida al cabo de minutos si alguien ha estado acompañándola o no... sin sentido del tiempo ni recuerdo, incapaz de expresarse... Y pienso que me pasaría el tiempo en un charco de lágrimas, y eso... ¿para qué? Ella me hace falta; yo a ella no, porque no es consciente de mi ausencia.
Este insomnio, esta pasividad, ganas de nada, pesan demasiado. Me levanto sin ánimo y me acuesto, para no dormir hasta que el agotamiento vence, con lágrimas contenidas que a veces estallan y trato de espantar. Las pesadillas son recurrentes.
Espero ser capaz no sólo de asumir, que creo que está asumido, sino de soportar este impasse que me tiene aislada incluso de mí misma. Ojalá lo consiga. Por mis hijos.
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