25 de junio de 2011

COSTA DA MORTE ©






Siento vergüenza, rabia e impotencia ante la situación de millones de personas condenadas a morir de hambre, de enfermedades erradicadas hace décadas en el primer mundo, a causa de guerras no reconocidas y deliberadamente olvidadas… No sólo el SIDA hace estragos en África, la hambruna, la violencia, el desplazamiento de miles de personas hacia tierras limítrofes con países vecinos para esperar la “ayuda humanitaria” que no llega y es insuficiente para evitar la muerte lenta y dolorosa de una legión de seres humanos.

Me avergüenza la ligereza con que se informa del éxodo hacia Europa de los llamados “sin papeles” o “ilegales”, empezando por el detalle nada casual de la terminología que, como alguna vez he señalado, es estratégica a fin de despersonalizar a seres humanos de carne y hueso, como nosotros, como nuestros hijos, miles de los cuales van llenando la fosa común de las aguas del Estrecho.

La situación se ha dejado llegar al límite, se dejó pudrir mientras los gobiernos de los países privilegiados se beneficiaban a costa de comerciar con carne humana, (para qué explicar la metáfora), enriquecerse con la venta de armas a países en conflicto bélico, guerras civiles y gobiernos dictatoriales y criminales.

Ahora se levantan alambradas de espino (como la corona bufa que incrustaron en la frente de Jesucristo) para impedir que los desesperados entren en el paraíso europeo. Un paraíso donde se conformarán —los que no terminan engullidos por el mar, detenidos y deportados a tierra de nadie— con un trabajo en condiciones infrahumanas, míseramente pagado y en régimen de una no tan nueva esclavitud. 
Se alzan voces contra el muro que levanta Sharon para aislar a los palestinos; las alambradas, elevadas varios metros más y coronadas de alambre de espino, constituyen otra vergüenza que la comunidad internacional mira con indiferencia.

El trato diferente que reciben los magrebíes y peor los subsaharianos, porque se diga lo que se quiera, el racismo está presente en la base de la explotación de personas consideradas distintas, despojadas de derechos simplemente por el color de la piel, el estado de necesidad, la pobreza extrema, el miedo y la desesperación por sobrevivir a cualquier precio, aunque éste sea tan alto y valioso como la propia vida.

Es sabido que los empobrecidos de la Tierra no están ocupando zonas inhóspitas por casualidad. Desde tiempos tribales, los grupos más fuertes, mejor armados y por tanto, más poderosos, fueron desplazando a los más débiles para ocupar las zonas templadas del globo, las más productivas y con climas propicios para la vida y la producción de riqueza natural y después comercial e industrial. Así, las selvas y desiertos de hielo o arena se fueron poblando de sobrevivientes cuya esperanza de vida no llega ni a la mitad de la de un occidental.

Pero eso era insuficiente para los países depredadores, los que se arrogan el derecho de ocupar y explotar las riquezas naturales ajenas, en su afán expansionista.
Ladinamente se le llamó colonización, cuando se trataba de una ocupación ilegítima u depredadora, de territorios donde pudieron asentarse los desplazados por los poderosos.

La bicoca resulta redonda: se explotan tierras, minas, plantaciones y seres humanos como mano de obra, las riquezas naturales se elaboran para después crear un mercado de productos industriales, vendidos a precios abusivos a sus legítimos dueños.

Cómo iba a interesar a los países privilegiados establecer fábricas, fomentar la industria y formar a la población sometida, de modo que pudieran llegar a tener un sistema económico autosuficiente; sería acabar a medio o largo plazo con el chollo. No convenía que supieran demasiado. 
Y cuando ya está todo esquilmado, cuando se ven forzados a dejar el país ocupado, se cuidan bien de dejarlo en manos de dictadores, aliados que garanticen seguir suministrándoles riquezas a cambio de armamento y de ignorar los desmanes, la corrupción, los crímenes, y de endeudar al país “colonizado” de modo que sea un satélite útil económica y estratégicamente.

La mayoría de las guerras, y tampoco es casual, se montan en terceros países: véase Vietnam, Corea, Angola, Afganistán y un sinfín de guerras en África y extremo y medio oriente. Por no nombrar los conflictos de América Latina, coadyuvados por el intervencionismo del poderoso Tío Sam.

Nos horrorizamos por el Holocausto judío, y no debemos olvidarlo, por el régimen de Pol-pot o Castro, pero el contínuo Holocausto que literalmente desangra África, las hambrunas mortales, la ínfima calidad (si así puede llamarse) de vida, más bien supervivencia, de los diferentes, los empobrecidos, sometidos por el sistema dominante… ni siquiera tiene nombre. Los regímenes genocidas de los pinochets, somozas o videlas, no merecieron la intervención de la OTAN, para qué liberar a aliados útiles si no había oro negro.

Países europeos hegemónicos comercian con el mismo diablo, venden armas, obtienen petróleo… al infierno con la población, que hay demasiados pobres, y ya se sabe que no son nada útiles, a no ser que lleven un arma en las manos y disparen contra “el enemigo”. Ayer, como quien dice, se establecían pactos y negocios inconfesables con quienes hoy constituyen el enemigo común de occidente.

Pues bien: los gobiernos se preocupan, están alarmados por la “avalancha” de ‘ilegales’ y ‘sin papeles’ —hombres, mujeres y niños de carne y hueso— supuestamente amparados por la Declaración Universal de Derechos Humanos. 
Esa gente que pretende trabajar para poder comer aunque sea poco, alimentar a sus hijos, aunque vayan a morir por desnutrición y víctimas de enfermedades, por falta de vacunas que las multinacionales no les van a vender a menor precio.

Y es imparable. La desesperación de quienes no tienen nada que perder, puede que tampoco qué ganar, pero que al menos intentan existir, no la va a detener ni una alambrada ni un ejército. La solución pasa por dotar a los países en tales situaciones límite de medios para el desarrollo sostenible, formar técnicos y trabajadores eficaces, invertir en educación y formación para conseguir la autosuficiencia económica y el equilibrio, mediante un sistema de justicia social, principios de cooperación y solidaridad… condonar la deuda externa para empezar. 
Mientras eso se produce, son los gobiernos los que tienen que atender la urgencia, parar la hambruna (no saldría más caro que lanzar un satélite al espacio) e intervención de la ONU (cascos azules) para detener las masacres…

Las ONGs, hoy son imprescindibles, para paliar la vergonzosa sangría de los desheredados. Aunque a medio y largo plazo, deberían ser innecesarias, siendo los gobiernos de los países ricos quienes se ocupen no sólo de paliarlo, sino de solucionarlo. No se trata de caridad, sino de justicia.

Porque mientras los poderosos laven su conciencia, ¿la tendrán?, con subvenciones a las ONGs, que vienen a ser el chocolate del loro, se van a seguir llamando andanas, y la población seguirá protestando por esto o aquello, por la contaminación de las mareas negras… Y es hora de que exijamos a los gobiernos que aborden ya medidas urgentes humanitarias primero, de formación y desarrollo a la par o inmediatamente después, o se llegará a disparar contra los desesperados, víctimas del canibalismo económico-social del primer mundo, tan alarmado por la posible pérdida de privilegios.

Así como se gritó “nunca mais” cuando la Costa da Morte fue invadida por la marea negra del Prestige, tenemos la obligación de gritar “nunca mais”, hasta dejar sordos a los gobernantes, antes de que los cadáveres desborden la fosa común de los miles de ahogados en el Estrecho, y los desiertos se conviertan en fértiles, abonados por los cadáveres de los hambrientos. Hace demasiado que el Mediterráneo es la verdadera costa de la muerte.

Y nosotros, haciendo dietas y mirándonos el ombligo. ©

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