Era una cachorrita de cocker, pequeña y saltarina, color canela, alegre y juguetona. En el pequeño parque todos la conocíamos. Llegaba corriendo alocadamente para saludar, primero, a los que estábamos con nuestros pequeños amigos, izándose sobre sus patitas traseras pidiendo que la cogiéramos en brazos. Era cuando nos cubría de lametones tiernos y cálidos, para bajar a jugar con los demás perros que trotaban, ya anochecido, a sus anchas.
Lady me quería y yo quería a Lady. Jugaba con mi pequeño mestizo hasta el agotamiento, iba y venía risueña, y, cuando le tocaba marcharse, nunca dejaba de mirar atrás, como una despedida esperanzada, sabiendo que la siguiente noche volvería a ser libre y querida por sus congéneres y por nosotros, los que la conocimos.
Un accidente de bicicleta hizo que mientras el hijo de su dueña era operado, viviera en mi casa, compartiendo con mi pequeño mestizo, (a quien llamo con cariño “lindo pulgoso”), juego, cama y comida; cariño y aceptación por todos.
Fueron días felices para Lady y para mí. Me costaba entender su mirada de sorpresa cuando subía al sillón donde una pequeña colcha indicaba que era el lugar para que mi “pulgoso” se acomodara. Ponía su oreja sobre el brazo del sillón y se dejaba acariciar con la mirada enternecida. “Pulgoso” — que dicho sea de paso, no tenía pulga alguna — le cedía su lugar, para mi asombro. Y es que la consideraba una amiga, le rendía honores; hasta dejó que comiera de su plato.
Me sentí feliz — pueden creerlo o no — cuando a la hora de dormir tarareaba para ellos el Coro de los Esclavos de Nabucco. La letra, improvisada siempre, adaptada a ellos. Con ésa melodía acuné a mis hijos. Aún hoy, se la canto a mi pequeño mestizo. Ellos, quietos, reposando las cabecitas entre sus patas, me miraban plácidamente; sabían que cantaba para los dos.
Llegó el día en que al muchacho le dieron el alta tras la intervención. Hubo complicaciones con los tendones de la mano y tenían que intervenirle en una semana. Lady volvería otra vez conmigo, tantas veces como fuera necesario. Pero, por desdicha, no lo fue.
Una de esas noches, cuando esperábamos la llegada de Lady, vimos a sus dueños — madre e hijo — delante. La pequeña cocker caminaba a duras penas, no corría como siempre, con las orejas al viento… Era un andar cansino, doloroso.
Su dueña llegó hasta nosotros vociferando. Le había pegado una golpiza a Lady por no sé qué travesura. La cogí en brazos. No abrió la boca ni lamió mis mejillas. Inmóvil por el dolor, solamente me miraba fijamente y derramaba lágrimas. En silencio, sin un gemido, me impresionó la dignidad de una cachorrita sometida a la brutal paliza que narraba sin pudor su dueña; me miraba sin pestañear, las lágrimas brotaban humanas (sobrehumanas, en su caso, si la comparo a su asesina), como denunciando la injusticia.
Quise llevármela esa noche.
— ¿Para qué? Me espetó ácidamente su verduga.
— Para cuidarla, — intuía que iba a morir sola — contesté.
No quiso dejármela. Y no me extrañó, se había percatado del alcance
de su acción, de la que se vanagloriaba.
Yo sabía, y Lady me lo decía en silencio, que apenas le quedaba un halo de vida. El suficiente para sentir su pregunta: “¿Por qué me dejaste volver con ella?”
Al día siguiente, la llamada: Lady estaba muerta. Su asesina quería que fuera a verla. Me acompañó mi hijo, porque no pude controlar el llanto.
Allí estaba Lady, ya en silencio para siempre. No había rigor mortis y tenía el vientre hinchado. Pude cerrar sus ojos azulados, miré sus encías, con restos de sangre oscura que intentó limpiar la mujer sin entrañas que le había dado muerte.
La mujer que quiso ponerme como escudo, intentando hacerme creer que “la habían envenenado”.
La miré y le dije que Lady había muerto a consecuencia de sus golpes. Estaba reventada, su pequeño hígado y la sangre que aún vertía, eran la evidencia.
Quisimos llevarla a depositarla en la clínica veterinaria: se opuso. Tengo la seguridad de que, como dijo al principio, iría a parar a un contenedor.
Varios amigos de los perros, nobles y sufridos perros, despreciados por quienes tal vez carezcan de la calidad humana que sin más se nos atribuye, decidimos que era necesario hacerle justicia.
Hace ya un par de meses que formulamos la denuncia. Transmitimos al ayuntamiento la copia y el relato de los hechos. De igual forma que existen leyes para proteger a las personas de los animales, debe haber leyes que protejan a los animales de personas sin escrúpulos que los maltratan y llegan a provocarles la muerte.
Lady murió antes que “Canelo”, el fiel perro que esperó durante doce años a su amigo humano, fallecido en el hospital, a la puerta del mismo.
Mi amigo mestizo, estuvo días mirando hacia el camino por donde venía Lady al trote… dejó de comer y aún, cuando ve un cocker, corre a comprobar si es su amiga. Y yo no puedo despegarla de mi corazón.
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