Me siento decepcionada, triste, no
puedo soportar la idea, sólo la idea, de que será muy difícil —tal vez
imposible— que los hermanos volvamos a reunirnos, a encontrarnos y conocernos
algo más.
Alguna vez dije que mamá resistía
para que nosotros, sus hijos, nos uniéramos, nos sintiéramos como una familia…
Pero no ha sido así.
Se han abierto heridas, cicatrices
que apenas se notaban volvieron a sangrar.
Lamento haber estallado la tarde en
que se nos fue la madre, y estallé sin remedio creo que por el ambiente espeso
y negativo que en ciertos momentos se respiraba. Me parecía una falta de
respeto para mi madre muerta, que alguien hablara de algo que decía que le
pertenecía porque ELLA, ya en el cielo, le había dicho que se lo dejaría a uno
de sus hijos.
La sospecha, el vacío, las
conversaciones aparte y el silencio atento de varios de los presentes, me
enervaron.
Algo se fraguaba y yo no sabía qué. Cuando
por fin, bastantes días después de la pérdida de mamá, me enteré de cosas que
me parecen innombrables —por respeto a ella— me invadió una profunda tristeza
que aún no quiere salir de mí. Es penoso, duele y deja sin sentido la esperanza
de volver a juntarnos todos alguna vez. Y es posible que sí, que volvamos a
vernos: espero que no sea para otro funeral. Es una idea que no resisto. De
once, ahora quedamos ocho. Y yo no quiero ver desfilar a otro hermano o hermana
—somos seis y ellos dos— camino del camposanto.
Dios no lo quiera.
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