24 de junio de 2011

¿CALIDAD HUMANA? ¿Y ESO QUÉ ES? ©


“Sí,pero…”
Así empieza la excusa más extendida entre el género humano. La que se utiliza cuando se dan situaciones que, si no podemos remediar, al menos sí podríamos paliar.
La más dolorosa situación del ser humano es la soledad. No la soledad deseada, la esporádica, ni siquiera la física; no. Es la soledad del llamado o considerado perdedor, la de quien, bien porque ha tomado decisiones que han resultado erróneas, bien por creer que la vida es una novela que tiene final feliz o ni siquiera final, se encuentra al borde del abismo de la depresión sin retorno.
El círculo se cierra de una forma totalmente fría. “No se deja ayudar”, decimos. “Es que es imposible, no deja de beber” —a lo que le ha empujado precisamente la falta de comunicación—, “no es un enfermo, sino un vicioso”, suele afirmarse sin más finalidad que acallar la mala conciencia que allá, muy en el fondo, inquieta a los indiferentes.
No hablo siquiera del vecino. Sucede en casos cercanos, familiares directos, hermanos, padres o hijos a los que se ha desechado como se desecha cualquier pensamiento desagradable y se cierran los ojos a la desgracia inmaterial y, por tanto, más difícil de atender.
Somos cada vez más insolidarios. La calidad humana brilla por su ausencia aunque estemos convencidos de que con “no hacer mal a nadie” es suficiente para considerarnos buenas personas. Sin pararnos a pensar que eso no basta. Que la omisión del deber de socorro, aunque no estuviera descrito en el código penal, compete a la conciencia, si es que no la hemos anulado a fuerza de mentirnos a nosotros mismos.
Es tan fácil dedicar unos minutos a interesarse por el estado de salud o de ánimo de una persona, y más si ésta es cercana a nosotros… Pero el temor al compromiso provoca rechazo, no vaya a ser que se acostumbren a ser tenidos en cuenta los invisibles, los desdichados, enfermos o dependientes de una vida azarosa que, tal vez, como suele decirse, “se han buscado”.
Siempre he pensado que si alguien necesita apoyo, no ya ayuda material —hay que ver lo que cuesta rascarse el bolsillo y prescindir del capricho, de un nuevo modelito o de una cena con amigos los viernes— es una canallada decidir si se ayuda o no en función de si se merece o no según nuestra hipócrita doble moral. Es aquello de “tenga usted, pero no se lo gaste en vicios”, tan típico de quienes dan una limosna como un acto de ‘caridad’. No sea que se le ocurra comprarse un helado, pongo por caso…
En estos días, y en todos los días de todos los años, sobreviven personas sumidas en la tristeza de la incomunicación, con la idea lacerante de saber que no importan a nadie, que pase lo que pase no van a ser considerados, ni siquiera pensados… Y como suelo decir, si no te piensan es como si no existes. Es la situación más inhumana y dolorosa. 
Muchos se preguntan por los motivos que llevan a la autolisis. Uno de ellos, y el más frecuente, es la soledad, la falta de comunicación, la imposibilidad de ser escuchado por alguien a quien le importe lo que te ocurra. Y seguimos engordando una masa social fundamentada en la indiferencia, el egoísmo, el consumismo y las satisfacciones materiales: todo ello no es más que vacío pasajero y tampoco soluciona más que temporalmente a los favorecidos cuyos valores se han trocado por tener, manejar, consumir y presumir, comparando su situación o poder adquisitivo con los que le rodean o se relacionan en una competición materialista cuando no mercantilista.
Hace bien poco, le dije a una amiga: “mejor no esperes nada de nadie. Así, si algo te llega de alguien, si recibes afecto, atención, lo que sea… tendrás una grata sorpresa. De otro modo, sólo obtendrás desengaños”.
Puede parecer una actitud pesimista, incluso fatalista. Sin embargo, la experiencia habla claro y sin tapujos.
Cuando se está caído, enfermo, viejo y además se es pobre tras haber estado en una situación totalmente favorable, se comprueba que el teléfono suena con menos frecuencia hasta quedar en silencio. Que nadie se acuerda de si estás vivo o pasaste—nunca mejor dicho— a mejor vida.
Si compartió su vida con un ser entrañable, a los que llamamos animales, como un perro, no hay duda: Él no le abandonará aunque pase por todas las desdichas, por el contrario, las compartirá haciéndolas más llevaderas.
Muchas veces recuerdo a Diógenes (a él se le atribuye el adagio): ‘cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro’ Con las excepciones que siempre confirman la regla.

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